jueves, 3 de mayo de 2012


Resignificación de la vida a partir de la reapropiación del espacio

Según la modernidad, la tecnología influye para el bienestar social, de modo que el papel de las máquinas a partir de la revolución industrial del siglo XVIII se volvió fundamental en la búsqueda del progreso. La forma como el hombre concibió al mundo es la de un gran mecano, cuyos engranes deben funcionar perfectamente; hasta el hombre mismo pasó a formar parte de ese engranaje.
Este mecanicismo aunado a la incesante acumulación de capital y la economización  del tiempo, originó  la proliferación de fábricas industrializadas y con ello  una concentración desordenada de la población alrededor de ellas, lo que motivó el surgimiento de grandes ciudades y  las nuevas dinámicas sociales, económicas y culturales para hacer posible su organización.
Parte de la crisis que enfrenta el mundo moderno comenzó cuando la humanidad tuvo la necesidad de vivir en áreas muy reducidas, como suele ocurrir en los espacios urbanos. Desde entonces hay una obsesión por vivir hacinados y lo más cerca posible de los centros. Fue así como el hombre poco a poco fue perdiendo el sentido del espacio: límites, respeto, ordenamiento sustentable, etc., ya que hay confusión de espacios privados y públicos, lo que genera mutuas invasiones.
En realidad, los espacios urbanos  reflejan en muchos aspectos la falsa expectativa  de  felicidad prometida  por el proyecto civilizador nacido con la Ilustración. Los espacios citadinos en la actualidad no funcionan totalmente como gestadores de bonanza y buena voluntad. Reflejan el deseo de control, competencia, injusticia social, poca inclusión, violencia cotidiana.

Para reconstruir la vida, debe tomarse en cuenta el medio ambiente (la naturaleza y los espacios edificados por el hombre) porque éste es el territorio donde la humanidad se ha construido a sí misma culturalmente. Enrique Leff define que “el hábitat es el progreso donde se forja la cultura, se simboliza a la naturaleza y se construyen los escenarios del culto religioso; el libro donde se escriben los signos de la historia, donde se inscriben las marcas del poder de las civilizaciones, la geografía que hunde en los surcos y estrías de la tierra las señales del hambre”[1].

Esto quiere decir que si la humanidad continúa desligándose de su hábitat, que  incluye el espacio urbano, no habrá  un territorio donde construirse de forma integral. Su percepción será ajena a la Tierra, con una  sensación de estar en un limbo pues su sentido de pertenencia como especie, se verá debilitado al no sentirse parte del mundo.

Si la humanidad no ha conseguido la felicidad que le prometió el paradigma moderno, tendrá que considerar el cambiar de percepción con respecto a  la vida y un medio para conseguirlo es reapropiándose del espacio ya que al mismo tiempo, el hombre se sentirá ligado a la naturaleza y la respetará como parte de él mismo y al universo al que ambos pertenecen.

El medio ambiente, entonces, es entendido como el conjunto de espacios habitados que generan relaciones, identidades y cultura, donde los sujetos  deben construirse plenamente. El problema que se presenta es que la visión mecanicista obliga a los individuos a habitar los espacios ya  construidos  bajo lineamientos utilitaristas y económicos, (por ejemplo las casas de “desinterés social”, que son construidas con fin de lucro sin importar la calidad de vida de sus habitantes). Sin embargo, una  percepción más sustentable propone deconstruir esos espacios sociales y físicos si no son satisfactorios para la población  en su integridad, para después, volver a integrarlos. Esta idea de cambio pretende  abrir otros rumbos e integra los ya existentes, como posibilidad de reencontrar un nuevo sentir por la vida.

Según   Marc Auge, “el mundo de la supermodernidad no tiene las medidas exactas de aquel en el cual creemos vivir, pues vivimos en un mundo que no hemos aprendido a mirar todavía. Tenemos que aprender de nuevo a pensar en el espacio”[2]. Para él, la modernidad es generadora de “no lugares”, es decir, espacios que no son en sí lugares, puesto que no son espacios de pertenencia, sino de tránsito, de espera entre dos situaciones distintas, donde las personas pueden incluso sentirse incómodas, ansiosas, estresadas debido a la modalidad de vínculo pasajero con ese espacio. Hay muchos ejemplos de no lugares: salas de espera, transportes públicos, filas de cine, etc.  Son espacios que no permiten la existencia de la vida en toda su extensión, a tal grado de colocar a la gente en situaciones absurdas. Tomemos el ejemplo del  transporte colectivo: recordemos cuando   abordamos un camión y nos encontramos con otros muchos pasajeros metidos en una gran “caja con ruedas”, uno no puede estar ahí sin ver a los demás, porque de ello depende nuestra posición dentro de la “caja”, pero no nos miramos, menos aún a los ojos, mucho menos nos hablamos. Estamos allí encerrados juntos, apretados incluso, todos muy cercanos físicamente, pero con  la mirada, con el silencio, muy alejados. Es absurdo que no nos hablemos, estando en el mismo lugar y hablando el mismo idioma, y aún si aceptamos como lógico el hecho de que no nos hablemos por ser desconocidos, es absurda la situación de que nos veamos forzados a compartir espacios tan reducidos (en un camión caben más de cien personas y el contacto físico suele ser exagerado), pero no podamos ni mirarnos a los ojos, menos sonreír sin causar desconfianza.

Lo absurdo  le quita sentido a las acciones humanas.  Para verlo sólo hay que sentarse en una banqueta de cualquier urbe, “salirse” de la ciudad[3] (es decir, observar alrededor como si acabara uno de llegar  de un país completamente distinto, de ser posible, de otro planeta) hasta que todo parezca nuevo, de que se pierda el sentido de orientación, el significado del idioma, mejor aún, de esos sonidos guturales, de esa especie de segunda piel que la gente se enreda sobre el cuerpo….Entonces, el sinsentido saltará a la vista: cuando el nuevo espectador sea capaz de cuestionar el sin sentido, será capaz de verlo, por lo tanto, de cambiarlo.

Albert Camus, incluso ve al sinsentido como una maldición haciendo alusión al mito de Sísifo  “los dioses condenaron a Sísifo a empujar eternamente una  roca hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra  volvía  a caer por su propio peso. Pensaron, con cierta razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”[4]. El mito de Sísifo es para Camus una metáfora del esfuerzo inútil del hombre moderno, cuya vida se consume en fábricas, en oficinas, en lugares deshumanizadores.

Camus cree que Sísifo, en medio de su incesante y absurda labor, experimenta pequeños momentos de breve libertad, cuando ha terminado de empujar y la roca aún no ha caído de nuevo. Traducido este hecho a la vida del hombre moderno, se puede hablar de aquellas satisfacciones que obtenemos gracias al trabajo mecánico y sin sentido. Parafraseando a Herbert Marcuse, La satisfacción es el precio de la miseria.

Los pequeños momentos de felicidad, llevan a Sísifo a un instante de consciencia, y esto es lo trágico, ya que es consciente de la inutilidad de su vida. Pero justamente esta es la puerta para salir del sinsentido porque una vez que se está consciente de lo absurdo,  viene una cuestión riesgosa, ya que exige acción, antes de la cual, es necesario saber que vivir no es fácil, pues implica, primero que nada, costumbres y la simple costumbre de vivir, mejor dicho de existir, es difícil de sostener porque ésta es absurda cuando sólo se respira para seguir existiendo.

También hay que tomar en cuenta que el sinsentido implica el vacío de la vida. No se trata de una afirmación tan fatalista como parece, sino que se trata de asumir el hecho de que no por estar vivo, la felicidad viene incluida. No, ser feliz exige la decisión de serlo y el coraje para lograrlo, ya que una vez que se ha cuestionado la realidad y se es consciente de lo absurdo, sólo se puede tener el valor de empezar a vivir, vivir de verdad, es decir, ser feliz. O bien, se puede confesar que la vida no fue entendida, que ha superado al individuo, quien tendrá qué existir entre la cotidianidad, el vacío, lo absurdo y terminar en una depresión constante, en una muerte en vida.


Claro que el suicidio es también una solución a lo absurdo. Pero si lo que se desea es la felicidad, hay “correr” hacia el lado contrario.

Ya que se sabe que la vida debe “hurgarse” para hallar la felicidad (que es lo que le da sentido a la vida), se debe tener, primero, el valor de decidirlo, después el de conseguir la felicidad, tomarla sin pedir permiso a los problemas, al dinero, la familia ni a nadie.

El cuestionar el absurdo de la vida no sólo es importante para conseguir la felicidad y darle un para qué a la vida, se trata también de una acción lúdica y divertida, es como viajar a países exóticos sin dinero ni maletas, la misma experiencia de viajar se vuelve nueva, hay que “salir” no sólo de la ciudad y del aspecto de las personas, también del idioma, de la comida, de las costumbres. Si se intenta, hasta una misa católica  es divertida, es un rito extraño y nuevo, el sabor de las frutas será lo más raro, el simple hecho de saludar de mano o de sentarse a la mesa, ni qué decir de ir al teatro o al cine, o besar.

La infelicidad, la frustración de mucha gente ha provocado la violencia, las guerras y la infelicidad de otros seres. La felicidad también es contagiosa, por eso es importante decidir una u otra cosa, (la indecisión irremediablemente llevaría a una infelicidad pasiva, pero infelicidad al fin y al cabo).


[1] Leff, Enrique. “Hábitat/Habitar” en Saber ambiental, p. 280.
[2] Augé, Marc, “Lo cercano y lo afuera” en Los no lugares, p. 42.
[3] Es importante señalar que el sinsentido es más absurdo aún en las urbes que en los espacios rurales, que son lugares más naturales, porque en el campo hay una mayor interacción con el ambiente al depender la vida de él. En los espacios rurales la gente mira e interactúa con su espacio porque,  debe observar las estaciones, el cielo, las fases de la luna, etc., pues las actividades humanas dependen de esa relación. También es necesario señalar que en las ciudades la idea de propiedad privada provoca que los espacios públicos sean vistos como “tierra de nadie” por lo tanto nadie tiene por qué cuidarlos y en el campo, como aún predomina la idea de propiedad comunal, los espacios públicos son más procurados.
[4] Camus, Albert, “El mito de Sísifo” en el Mito de Sísifo, p. 155. 

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