Resignificación de la vida a partir de
la reapropiación del espacio
Según la modernidad, la
tecnología influye para el bienestar social, de modo que el papel de las máquinas
a partir de la revolución industrial del siglo XVIII se volvió fundamental en
la búsqueda del progreso. La forma como el hombre concibió al mundo es la de un
gran mecano, cuyos engranes deben funcionar perfectamente; hasta el hombre
mismo pasó a formar parte de ese engranaje.
Este mecanicismo aunado a la
incesante acumulación de capital y la economización del tiempo, originó la proliferación de fábricas industrializadas
y con ello una concentración desordenada
de la población alrededor de ellas, lo que motivó el surgimiento de grandes
ciudades y las nuevas dinámicas
sociales, económicas y culturales para hacer posible su organización.
Parte
de la crisis que enfrenta el mundo moderno comenzó cuando la humanidad tuvo la
necesidad de vivir en áreas muy reducidas, como suele ocurrir en los espacios
urbanos. Desde entonces hay una obsesión por vivir hacinados y lo más cerca
posible de los centros. Fue así como el hombre poco a poco fue perdiendo el
sentido del espacio: límites, respeto, ordenamiento sustentable, etc., ya que
hay confusión de espacios privados y públicos, lo que genera mutuas invasiones.
En realidad, los espacios urbanos reflejan en muchos aspectos la falsa
expectativa de felicidad prometida por el proyecto civilizador nacido con la
Ilustración. Los espacios citadinos en la actualidad no funcionan totalmente
como gestadores de bonanza y buena voluntad. Reflejan el deseo de control,
competencia, injusticia social, poca inclusión, violencia cotidiana.
Para reconstruir la vida, debe tomarse en cuenta el medio ambiente (la
naturaleza y los espacios edificados por el hombre) porque éste es el
territorio donde la humanidad se ha construido a sí misma culturalmente.
Enrique Leff define que “el hábitat es el progreso donde se forja la cultura,
se simboliza a la naturaleza y se construyen los escenarios del culto
religioso; el libro donde se escriben los signos de la historia, donde se
inscriben las marcas del poder de las civilizaciones, la geografía que hunde en
los surcos y estrías de la tierra las señales del hambre”[1].
Esto quiere decir que si la humanidad continúa desligándose de su
hábitat, que incluye el espacio urbano,
no habrá un territorio donde construirse
de forma integral. Su percepción será ajena a la Tierra, con una sensación de estar en un limbo pues su sentido
de pertenencia como especie, se verá debilitado al no sentirse parte del mundo.
Si la humanidad no ha conseguido la felicidad que le prometió el
paradigma moderno, tendrá que considerar el cambiar de percepción con respecto
a la vida y un medio para conseguirlo es
reapropiándose del espacio ya que al mismo tiempo, el hombre se sentirá ligado
a la naturaleza y la respetará como parte de él mismo y al universo al que
ambos pertenecen.
El medio ambiente, entonces, es entendido como el conjunto de espacios
habitados que generan relaciones, identidades y cultura, donde los sujetos deben construirse plenamente. El problema que
se presenta es que la visión mecanicista obliga a los individuos a habitar los espacios
ya construidos bajo lineamientos utilitaristas y económicos,
(por ejemplo las casas de “desinterés social”, que son construidas con fin de
lucro sin importar la calidad de vida de sus habitantes). Sin embargo, una percepción más sustentable propone
deconstruir esos espacios sociales y físicos si no son satisfactorios para la
población en su integridad, para
después, volver a integrarlos. Esta idea de cambio pretende abrir otros rumbos e integra los ya
existentes, como posibilidad de reencontrar un nuevo sentir por la vida.
Según Marc Auge, “el mundo de la supermodernidad no
tiene las medidas exactas de aquel en el cual creemos vivir, pues vivimos en un
mundo que no hemos aprendido a mirar todavía. Tenemos que aprender de nuevo a
pensar en el espacio”[2].
Para él, la modernidad es generadora de “no lugares”, es decir, espacios que no
son en sí lugares, puesto que no son espacios de pertenencia, sino de tránsito,
de espera entre dos situaciones distintas, donde las personas pueden incluso
sentirse incómodas, ansiosas, estresadas debido a la modalidad de vínculo
pasajero con ese espacio. Hay muchos ejemplos de no lugares: salas de
espera, transportes públicos, filas de cine, etc. Son espacios que no permiten la existencia de
la vida en toda su extensión, a tal grado de colocar a la gente en situaciones
absurdas. Tomemos el ejemplo del transporte colectivo: recordemos cuando abordamos un camión y nos encontramos con
otros muchos pasajeros metidos en una gran “caja con ruedas”, uno no puede
estar ahí sin ver a los demás, porque de ello depende nuestra posición dentro
de la “caja”, pero no nos miramos, menos aún a los ojos, mucho menos nos
hablamos. Estamos allí encerrados juntos, apretados incluso, todos muy cercanos
físicamente, pero con la mirada, con el
silencio, muy alejados. Es absurdo que no nos hablemos, estando en el mismo
lugar y hablando el mismo idioma, y aún si aceptamos como lógico el hecho de
que no nos hablemos por ser desconocidos, es absurda la situación de que nos
veamos forzados a compartir espacios tan reducidos (en un camión caben más de
cien personas y el contacto físico suele ser exagerado), pero no podamos ni
mirarnos a los ojos, menos sonreír sin causar desconfianza.
Lo
absurdo le quita sentido a las acciones
humanas. Para verlo sólo hay que
sentarse en una banqueta de cualquier urbe, “salirse” de la ciudad[3] (es
decir, observar alrededor como si acabara uno de llegar de un país completamente distinto, de ser
posible, de otro planeta) hasta que todo parezca nuevo, de que se pierda el
sentido de orientación, el significado del idioma, mejor aún, de esos sonidos
guturales, de esa especie de segunda piel que la gente se enreda sobre el
cuerpo….Entonces, el sinsentido saltará a la vista: cuando el nuevo espectador
sea capaz de cuestionar el sin sentido, será capaz de verlo, por lo tanto, de
cambiarlo.
Albert
Camus, incluso ve al sinsentido como una maldición haciendo alusión al mito de
Sísifo “los dioses condenaron a Sísifo a
empujar eternamente una roca hasta lo
alto de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Pensaron, con
cierta razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin
esperanza”[4].
El mito de Sísifo es para Camus una metáfora del esfuerzo inútil del hombre
moderno, cuya vida se consume en fábricas, en oficinas, en lugares
deshumanizadores.
Camus
cree que Sísifo, en medio de su incesante y absurda labor, experimenta pequeños
momentos de breve libertad, cuando ha terminado de empujar y la roca aún no ha
caído de nuevo. Traducido este hecho a la vida del hombre moderno, se puede
hablar de aquellas satisfacciones que obtenemos gracias al trabajo mecánico y
sin sentido. Parafraseando a Herbert Marcuse, La satisfacción es el precio de
la miseria.
Los
pequeños momentos de felicidad, llevan a Sísifo a un instante de consciencia, y
esto es lo trágico, ya que es consciente de la inutilidad de su vida. Pero
justamente esta es la puerta para salir del sinsentido porque una vez que se
está consciente de lo absurdo, viene una
cuestión riesgosa, ya que exige acción, antes de la cual, es necesario saber
que vivir no es fácil, pues implica, primero que nada, costumbres y la simple
costumbre de vivir, mejor dicho de existir, es difícil de sostener porque ésta
es absurda cuando sólo se respira para seguir existiendo.
También
hay que tomar en cuenta que el sinsentido implica el vacío de la vida. No se
trata de una afirmación tan fatalista como parece, sino que se trata de asumir
el hecho de que no por estar vivo, la felicidad viene incluida. No, ser feliz exige
la decisión de serlo y el coraje para lograrlo, ya que una vez que se ha
cuestionado la realidad y se es consciente de lo absurdo, sólo se puede tener
el valor de empezar a vivir, vivir de verdad, es decir, ser feliz. O bien, se
puede confesar que la vida no fue entendida, que ha superado al individuo,
quien tendrá qué existir entre la cotidianidad, el vacío, lo absurdo y terminar
en una depresión constante, en una muerte en vida.
Claro que
el suicidio es también una solución a lo absurdo. Pero si lo que se desea es la
felicidad, hay “correr” hacia el lado contrario.
Ya que se
sabe que la vida debe “hurgarse” para hallar la felicidad (que es lo que le da
sentido a la vida), se debe tener, primero, el valor de decidirlo, después el
de conseguir la felicidad, tomarla sin pedir permiso a los problemas, al
dinero, la familia ni a nadie.
El
cuestionar el absurdo de la vida no sólo es importante para conseguir la
felicidad y darle un para qué a la vida, se trata también de una acción lúdica
y divertida, es como viajar a países exóticos sin dinero ni maletas, la misma
experiencia de viajar se vuelve nueva, hay que “salir” no sólo de la ciudad y
del aspecto de las personas, también del idioma, de la comida, de las costumbres.
Si se intenta, hasta una misa católica
es divertida, es un rito extraño y nuevo, el sabor de las frutas será lo
más raro, el simple hecho de saludar de mano o de sentarse a la mesa, ni qué
decir de ir al teatro o al cine, o besar.
La
infelicidad, la frustración de mucha gente ha provocado la violencia, las
guerras y la infelicidad de otros seres. La felicidad también es contagiosa,
por eso es importante decidir una u otra cosa, (la indecisión irremediablemente
llevaría a una infelicidad pasiva, pero infelicidad al fin y al cabo).
[1] Leff, Enrique. “Hábitat/Habitar” en Saber ambiental, p. 280.
[2] Augé, Marc, “Lo cercano y lo afuera” en Los no lugares, p. 42.
[3] Es importante señalar que el
sinsentido es más absurdo aún en las urbes que en los espacios rurales, que son
lugares más naturales, porque en el campo hay una mayor interacción con el
ambiente al depender la vida de él. En los espacios rurales la gente mira e interactúa
con su espacio porque, debe observar las
estaciones, el cielo, las fases de la luna, etc., pues las actividades humanas
dependen de esa relación. También es necesario señalar que en las ciudades la
idea de propiedad privada provoca que los espacios públicos sean vistos como
“tierra de nadie” por lo tanto nadie tiene por qué cuidarlos y en el campo,
como aún predomina la idea de propiedad comunal, los espacios públicos son más
procurados.
[4] Camus, Albert, “El mito de Sísifo” en el Mito
de Sísifo, p. 155.
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